Cada minuto que pasaba, Irene iba estando más molesta, en busca de ayuda o de herramientas con las que poder poner encontrar el paradero a su amiga, cuando de repente vio a lo lejos cómo estaba iluminada con dos flexos, tendida sobre el colchón de un profesor de reciente incorporación, también joven y apuesto.
Él estaba apoyado junto a la pared encima de la colchoneta, que cada vez soltaba más polvo y otros materiales —de los que era mejor no pensar en la antigüedad— y que le había tocado en suerte por cama. Estaba despierto, pareciendo increíble ese estado en la quietud nocturna del habitáculo, más teniendo en cuenta que era el único despierto de su parcela. Las luces, aunque leves, le iluminaban los suficiente para ver ella que estaba ataviado con una camiseta de tirantes. Ella se sentía dubitativa entre si ir en su ayuda o seguir buscando por su cuenta y riesgo.
El profesor, contaba con una voz cavernosa tan distintiva que los alumnos le apodaban no sin razón ‘’el de la lija’’ —no solo por las reminiscencias de sus cuerdas vocales sino por los castigos que tenía fama de endilgar, a la mínima de cambio—. Sin embargo, para las más mayores, incluyéndolas a ellas dos, aquellas habladurías no eran más que probables calumnias, ¡no era posible que un hombre de otra generación y con tan buen físico hiciese eso!
Irene se sobresaltó, era él llamándola con voz susurrante:
— ¿Qué estás haciendo aquí? ¿sucede algo?
— Estoy perdida, creo que unos compañeros por un malentendido con una lista están vengándose de una amiga, y ya conoces como se las gastan aquí—mencionó Irene, intentando aguantar el llanto.
—Ven aquí, ¿qué tienes en la cara?—Decía mientras analizaba el golpe cada vez más amoratado del lado izquierdo de la cara de la joven.—¿Cómo han podido hacerte esto?—preguntó, de un modo tan vívido que Irene podía sentir su voz en su cabeza.
—Ya sabes cómo son, ni en defensa propia pudimos hacer nada, son animales malvados—trató de decir Irene, preocupada por la situación.
Ella se aproximaba, encontrándose cada vez más cerca de él, a una distancia a la que se ponía nerviosa, solo de pensar en que aquello no estaba bien. Hablaban de la lista y de cómo solucionar aquel entuerto cada vez más oscuro. Ella, que siempre había sido una chica con recursos a la fuerza de las circunstancias, obvió los comentarios que se escuchaban. Él le hablaba de todo como si fuese alguien en quien comenzaba a confiar. Le contestaba mirándole sus facciones, pensando inconscientemente en comentar con Lucía como un chascarrillo sin terror que eran perfectas.
—Perdóname, no sé que hago—espetó Irene después de tocarle, con la delicadeza de un violín que chirriaba en medio de la noche los pómulos con un solo dedo, quizá intentando cerciorarse de que seres así eran reales a pesar de no haberlos visto más que en ficción.
Lo tocaba como quien toca la tecla de un ascensor, sutilmente y con un solo dedo que recorría de extremo a extremo como si estuviese calibrando posibles…imperfecciones.
La calma se rompió al ver que después del toque de queda nocturno de allí no entraba ni salía nadie. En el caso de haberse escapado Lucía lo habría hecho ya, pero los ruidos en la habitación contigua comenzaban a extenderse a una velocidad vertiginosa. Irene, con oído fino, escuchó sollozos no tan lejos como pensaba y supo que se trataba de Lucía, rogándole a viva voz que le diese la lista, pero no la de la discordia, sino una que no tenía en sus manos —ni sabía de su existencia— una lista con el mismo contenido pero subrayados sus nombres en rojo, que provocaba que sus nombres se remarcasen en negro.
Todo se tensaba por momentos, Irene cada vez más ofuscada. Estaban secuestrando vilmente a su mejor amiga, siendo liberada única y exclusivamente si les hacía entrega de una lista de la que no sabía nada. Nadie podía saber qué miserias —contando incluso con la muerte al cabo del tiempo— podrían ocurrirle si esa lista no era entregada a tiempo, o un dinero equivalente para aquellos desalmados con poca fortuna, iguales a todos los que poblaban esa tierra, a los que ya la vida había condenado a los márgenes mientras se empeñaban en perpetuarse en ello en lugar de reconducirse con el prójimo.
El profesor no se apartó de su
lado un momento, no cesaba de reiterarle que no se preocupara. Esto marco
especialmente a Irene. Él la acercó a su cintura sin ella mostrar oposición, se
entregó, apoyaba la cara en su hombro. Entre la ensoñación y la crueldad en
carne viva, el le dio un beso en la mejilla que resonó en la cabeza de Irene, a
veces paternalista, a veces salaz. No le incomodaba, le gustaba. El sonido de
este beso no le quitó el atontamiento ni el dolor facial que amenazaba con
llevarle al tan temible, corrupto y alicaído médico de la escuela, que
sustituía al conserje cuando este entrenaba al equipo de fútbol del colegio que
actuaba como buque insignia de la buena imagen ficticia de aquel entorno
intimidante.
Irene apostaba que a las dos
amigas el dolor de espalda se les estaba agudizando de actuar como mulas de carga
en la cocina, asumiendo la escuela su escasez de personal. Además, a esto se le sumaban los golpes propinados por los compañeros aquella noche, entre la decadencia y la necesidad. Se
trataba de un mundo en el que si no peleabas no comías, cada quien lo tenía
interiorizado férreamente.
Se quedaron abrazados, ya no
sentados sino más destensados. Sus manos cubrían toda la cintura de Irene por
su camisón, girando su carne trémula para él con objeto de poder abrazarla
mejor, conocerla más. Le daba tanta pasión como le aterrorizaba sin saber
por qué mirar a las ventanas en aquellos brazos, no sabía si era él o la
atmosfera el causante.
Pasaron tantas horas que todo
tipo de conversaciones y pensamientos se entremezclaron, entre ellos el
interrogante vacío del profesor de "¿qué pensaste de mi la primera vez que me
viste?" Ahora hablaba con una voz dulce, como si se hubiese detenido el tiempo,
la voz áspera lijosa había desaparecido por completo como si ella fuese su debilidad, que le hiciese retornar a una juventud que se le escapaba entre los
dedos.
Irene, entre el delirio y el afán
curioso que, quizá entrando en la realidad de Lucía, le acabaría costando la
vida, contó cansada que la nueva hornada de profesores le parecía diferente, y
ya más personalmente, si le permitía, que tenía unos ojos en tamaño, color y
forma que nunca había visto, parecían mentira. Sin embargo aquello era mentira, lo primero
que recordaba era verle más allá del jardín como un ser extraño, al que ha visto
a través de otros, nunca por conocimiento directo.
Todos aquellos chicos… ¿a quién podían acudir? No tenían familia, además allí más de cerca nadie conoce a nadie, pocos podían informar del infierno —en ningún centro normal duermen hacinados profesorado y alumnado— y las calamidades vividas en ese colegio. Quien nada tenía, nada podía reclamar. Ni digamos denunciar. La vivencia de la pasividad amedrentada.
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